Allí no encontrábamos, los mismos de siempre, primos, hermanos, tíos, tías, con un dolor inmenso por la partida de mi abuelo, conocido como el abuelote, por los biznietos.
El cementerio del este suele ser un sitio apacible, imagino para el que descansa. Para los vivos que visitamos semejante lugar, no por voluntad propia, más bien porque sino te toca llevar a ese ser adorado a cualquier otra necrópolis, es un lugar frío, distante.
Mi abuelo de nombre Florencio Alcalá, nació en Güiria estado Sucre, único estado del país con un puerto con salida al atlántico, y fue por ese puerto que decidió un día huir de un amor, embarcándose en un barco de pesca como cocinero, sin tener la menor idea de cómo freír ni un huevo, ni como pronunciar egg.
A su regreso ya bilingüe y experto chef, da rienda suelta a su necesidad de viajar y llega a Caripito, estado Monagas, se enamora (según contó) de la mujer más hermosa del oriente venezolano, se casa y años después emigra a la capital.
De esa unión nacen ocho hijos, 6 mujeres y dos hombres, a su vez y con el tiempo se casan y tienen prole, abundante prole.
Este hombre de un metro noventa de estatura, barba blanca, voz gruesa y dulce, decidió dejarnos, sí, realmente nos pidió que lo dejáramos partir, el cansancio de noventa años ya le pesaba, tanto amor sirvió para permitirle descansar, y dolió pero, al concertar su partida nos sirvió para amarlo y respetarlo con muchísima más intensidad.
Tan así fue que enfermó gravemente de jueves para viernes, y el sábado el medico decide trasladarlo a la clínica, situación que fue confusa, por decisión de sus hijos sería la mayor de ellas la acompañante, los paramédicos lo bajan por un ascensor mi tía debía tomar el otro, pero nunca llego, se quedo varado, con ella adentro y es así como termino yo acompañando a ese ser maravilloso en sus últimos minutos, dejándome el placer de su bendición.
Comienzan los odiosos preparativos con los “venas duras” del cementerio, individuos ellos, tipo Mc Donald, que se aprenden unas líneas sin sabor:
Personal de cementerio: lo sentimos mucho, ¿cédula del difunto?
Familiar: uff si gracias…aquí la tiene…uffff
Personal de cementerio: ¿quiere una servilleta? ¿Partida de defunción?
Familiar: snifff si…aquí está…
Así, continua la casi conversación, el familiar secándose las lagrimas, el personal repitiendo el libreto, luego se levanta a sacar una copia, y bromea con el compañero de trabajo, y uno impávido con la situación y sin ánimos de pelear.
En casa, todos afligidos comienzan a emigrar a las suyas en busca de un atuendo más digno para la ocasión que los muy cómodos jeans, es en ese instante que llaman del cementerio pidiendo ropa para mi abuelo, mi primo, bastante despistado, toma un traje del closet y lo lleva al camposanto.
A nuestra llegada nos saludamos y saludamos a ese arsenal de gente que no se sabe cómo, siempre se enteran de las noticias como esa con una rapidez abismal, se les agradece.
Mis primos y tíos reunidos en una esquina con el respectivo vaso de chocolate, ríen, murmuran y tratan de disimular pero, es inevitable, todos voltean y critican la actitud familiar, y es que resulta que mi primo muy afligido, fue el que recibió la llamada del cementerio para la ropa de mi abuelo, él tomó del closet un traje lo llevo y resulto que no era del difunto, sino de un amigo que la semana pasada lo había dejado allí.
Nuestro ser que nos colmo de amor sin condiciones, nos hizo reír hasta en ese último adiós, se fue cuando quiso, como quiso y con la ropa que no pidió, pero, que bien le quedo.